



A menudo, mientras buscas una cosa, encuentras otra inesperada que también es un tesoro, con suerte incluso mejor. En esta semana por la Laponia noruega se han visto pocas auroras, y eso que este año la actividad solar que las provoca está en sus máximos y debería haber sido un momento que ni pintado para pasmarse ante las cortinas de luces de colores que bailan por los cielos árticos. Las noches han estado casi siempre cubiertas, de ahí que “su majestad” se haya dejado admirar más bien poco (la foto es una reproducción de la colección del imprescindible Museo de Alta).
Sin embargo, en estos días por el norte he tenido el privilegio de “hartarme de blanco” conduciendo por las carreteras de estas infinitas estepas heladas, o de subir en moto-nieve hasta los pastos de invierno en los que sobreviven miles de renos rebuscando líquenes por este manto nevado hasta que, en primavera, vuelvan a emprender su cíclica migración en busca de hierba fresca hacia los fiordos que recortan las costas laponas.
Las motos de nieve le han facilitado enormemente la vida a los ganaderos lapones o, como ellos prefieren decir, los “samis”. Haga el frío que haga, a diario suben a controlar sus rebaños de renos hasta las colinas en las que los animales sobreviven en invierno escarbando líquenes entre la nieve. Cuando llegue la primavera también les seguirán por las montañas durante la migración que cada año emprenden en busca de hierba fresca hacia los fiordos de las costas laponas.
La meseta de Finnmark, la Laponia noruega, donde miles de renos pasan el invierno… casi casi tocando las nubes.
También he conocido la historia de personajes extraordinarios como Regine Juhls, una alemana entonces jovencísima que se asentó en el poblado lapón de Kautokeino a finales de los cincuenta, cuando sus gentes todavía eran nómadas y vivían en tiendas parecidas a las de los indios de las películas. Junto a su marido, un artista danés, acabó inesperadamente convirtiéndose en orfebre por “culpa” de los samis, que les pedían ayuda para reparar las joyas –el único lujo que, por tamaño y por peso, pueden permitirse las sociedades nómadas– con las que les gusta adornar esos trajes tradicionales que hoy llevan sólo en ocasiones especiales, pero que en aquellos días, me contaba Regine, vestían todos y cada uno de ellos.
Esta foto antigua del aeropuerto de la ciudad de Alta muestra cómo vestían los samis a principios de los sesenta, cuando se inauguró la pista.
Cuando los samis siguen a los rebaños de renos en su migración anual hacia las costas se guarecen en “lavvus”, las tiendas en las que hasta hace apenas unas décadas vivían sus antepasados nómadas.
Y también he conocido a Sven Engholm, un sueco que desde hace décadas vive casi como un monje a las afueras de la igualmente mini-ciudad sami de Karasjok, en unas cabañas para alojar huéspedes que poco a poco fue construyendo con sus propias manos, y acompañado de sus perros, con los que organiza travesías de hasta más de una semana. Desplazándose en los trineos, o en esquís si se prefiere, y durmiendo en rústicas cabañas de montaña o a la intemperie en un “lavvu” por estas geografías de impresión en las que campan libres los osos, alces, lobos y águilas.
Sven Engholm, once veces ganador de la carrera de trineos de perros más larga y septentrional de Europa, que arranca su nueva edición el próximo sábado 8 de marzo, preparando una expedición para los huéspedes de las cabañas que a lo largo de los años fue construyendo él mismo.
Una servidora, ataviada cual “teletubbie” con capas y más capas de ropa térmica, jugando con los perros de Engholm Husky antes de salir a una travesía de cuatro horas en trineo.
Os dejo un vídeo, breve y modesto, que hice durante el día que pasé con él llevando un trineo de perros. Por mi trabajo me toca a menudo hacer muchas “turistadas”. Esta no lo fue, o desde luego a mi no me lo pareció. La excitación de los animales, felices de salir a correr por la taiga; la paz de estos parajes congelados, la adrenalina de conducir el trineo durante horas sin salir volando por los aires al coger mal una curva, sin estamparte contra los árboles que pasábamos al ras o sin sacarte un ojo con las ramas que a toda velocidad tocaba sortear… una experiencia conmovedora de la que este vídeo da una idea pero a la que claramente no hace justicia, ya que en los momentos más emocionantes, cuando había que emplear toda la fuerza para que el trineo no se desmandara, no me quedaban manos ni resuello para grabar!
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