Al poco de desembarcar llegó el confinamiento. Más desconcertante, a su manera, que el mes “confinada” por la Antártida en el Akademik Shokalskiy. A bordo de este viejo barco ruso de investigación marina, la empresa Heritage Expeditions alcanza a 5o afortunados, durante el breve verano austral, hasta una de las regiones más prístinas de la cara b globo.
En estos tiempos rarunos, dan más ganas que nunca de salir zumbando a cualquier lugar donde desconectar del bicho y de las incertidumbres ante este futuro incierto con el que nos está tocado lidiar. De los meses de confinamiento y noticias demoledoras, de los rebrotes inevitables y, sobre todo, de los que sí podría contribuir a evitar tanto imbécil que se debe sentir invulnerable o que (¡increíble pero cierto!) “no cree” en el virus.
Lo malo es que, ahora, no hay en todo el mapa dónde escaparse con garantías absolutas. Ni es el mejor momento de subirse a un avión, ni quizá de huir a una islita tan remota como El Hierro. Ya en circunstancias normales, allí no se llega (¡ni se regresa!) así como así. De ahí que la conozca tan poca gente y esté tan pasmosamente intacta.
El Hierro, apertura de mi reportaje en VIAJAR, ya en quioscos en su número excepcionalmente doble julio-agosto
A saber cuándo podremos recuperar nuestro día a día. Hasta entonces, lo que sí podemos es fantasear con ese primer destino para cuando la pesadilla quede atrás. Seguro que ese primer viaje, además de sabernos a gloria, va a tener un sentido especial.
Dando ideas, ya está en los quioscos (un número excepcionalmente doble para julio y agosto) el reportaje sobre El Hierro que fui a hacer este pasado invierno para la revista VIAJAR.
La isla me pareció un espectáculo. Eso sí, no es un lugar para todos. Si buscas placeres más mundanos, mejor elegir otro sitio. Pero si lo que buscas es olvidarte del mundo, habrás llegado al tuyo.
Eso, ahí tan a merced de las olas, es el hotel Puntagrande.
Bosques de laurisilva en lo más alto de esta islita tan desértica en la mayoría de sus costados.
La sabina doblada por los vientos furiosos que se gasta la isla del fin del mundo.
PD. Iba a colgar por aquí el reportaje de otra canaria que me encantó, La Palma, y que publiqué el año pasado también en la revista VIAJAR. No lo encuentro en su web, pero sorprendentemente lo encuentro en la del periódico El Día. Ahora les escribo a ver cómo se come eso de publicármelo, firmármelo ¡y ya! (a buen entendedor…). En fin, pinchando aquí se lo dejo a ustedes por si les inspira.
Felices vacaciones, mucho ánimo, y que el virus nos sea leve.
Hola guapa!
Quería saber tu opinión sobre nuestro viaje de luna de miel. Disponemos de 10-12 dias y vimos uno que nos llamó mucho la atención, pero no hay mucha info sobre él.
Queríamos combinar Estambul y las Islas Seychelles. Como lo ves?
Muchísimas gracias!
Supe seguro que me iba –¡y volaba el 5 de enero!– la mañana de Nochebuena.
Apenas un mes antes, el fotógrafo me llamó contando que había posibilidad de embarcarse todo un mes en una de las expediciones de @heritageexpeditions. Casi me da un pasmo. Ganas, todas, pero desaparecer tanto tiempo sabiéndolo con tan poca antelación me auguraba unas semanas de infarto.
La vida del periodista freelance tiene sus miserias. De las menos graves, por ejemplo, que no le puedes decir a quien te ha encargado un texto con el que pagas la hipoteca “mira, lo que esperabas para después de Navidad, casi que, con suerte, te lo mando a mediados de febrero”.
Además de un viaje de trabajo a Marruecos que no hubo forma de cancelar, tenía varios reportajes pendientes que, por si se confirmaba al fin la cosa, había sí o sí que dejar hechos. O sea que no debí dormir ni cinco horas al día dándole a la tecla. Y, sí, todo lo urgente quedó entregado.
Con el turrón atragantado salí para mi adorado Marruecos el 27 de diciembre y volví el 4 de enero. Ni un segundo, claro, de comprar antes nada de lo que uno debería llevarse a la Antártida. Así que, en un ratito libre en Marrakech, además de descargarme un buen cerro de libros, me tocó comprar también online todas las prendas térmicas que pasaría a recoger mientras se secaba la ropa de la lavadora en mi única tarde en Madrid antes de cruzar a la cara B del planeta. Podría echarle más literatura, pero estos detalles de andar por casa son lo que a veces me gustaría contar en los reportajes de las revistas.
De puro agotamiento, supieron a gloria las trece horitas de vuelo a Hong Kong, y las otras tantas a Auckland, intercaladas por una escala de las largas que en las que seguir durmiendo como una bendita gracias a que los benditos de @cathaypacific nos dieron un acceso a la sala VIP. Porque a la esquina de la Antártida por la que discurren estas expediciones se llega desde Nueva Zelanda: el remoto e histórico Mar de Ross, entre 100 y 300 viajeros al año frente a los 70.000 que llegan al continente helado desde Chile o Argentina, amén de la zona por la que Scott, Shackelton y Amundsen intentaron alcanzar el Polo Sur en la gesta más épica de todos los tiempos con permiso de Hernán Cortés.
Desembarco en zodiac cuando el tiempo permitía bajar a tierra
Navegando por el Mar de Ross se llega a una latitud mucho más baja que desde cualquier otro punto. Y con las geografías de glaciares, el frío y los vientos que se gasta la Antártida, cuanta mayor distancia pudieran cubrir en barco estos exploradores de principios del XX, menos tenían que hacer por tierra. De ahí que su carrera a la desesperada por clavar la bandera de su país en el mismísimo Polo se librara por aquí.
Como se ha contado en tantos libros y en tantas películas, ni el carismático Shackelton lo consiguió, ni mucho menos el estirado Scott, que el pobre murió congelado y hambriento en el intento. El que se llevó el gato al agua, aunque alcanzara menos gloria porque en vez de ser británico era noruego, fue Amundsen, gracias a su maña con los esquís, los trineos de perros y su mucha experiencia previa en el Ártico.
Las cabañas de Scott y Shackelton se conservan en el Mar de Ross
Pero para pisar la Antártida aún quedaba. Desde Auckland todavía había que volar a Invercargill, la villita más al sur de la isla sur de Nueva Zelanda, antes de subir al AkademikShokalskiy, el barco reforzado para el hielo, más ruso que una matrioska, en el que he vivido una especie de Gran Hermano a bordo. Al igual que su gemelo, el Spirit of Enderby, estos barcos los mandó contruir en los 80 un instituto científico de Vladivostok para hacer investigación marina. Pero con el caos al desintegrarse la Unión Soviética se quedaron sin parné para investigar, y Rodney Russ, el avispado dueño de Heritage Expeditions, vio el filón de alquilárselos para llevar viajeros hasta las zonas polares más remotas.
Solo 50 pasajeros; dato importante para quienes empiecen a ahorrar para la Antártida. Y es que aquí el tamaño sí importa. Gracias a un tratado entre naciones, todo el continente –¡y crucemos los dedos para que siga así!– está consagrado a actividades para la paz y la ciencia, por lo que suma infinidad de zonas protegidas en las que solo se permite desembarcar al tiempo a 50 personas. En barcos más grandes tocará pues desembarcar por turnos, y si transportan más de 500 pasajeros, no se les permitirá pisar tierra en ningún caso de acuerdo con las reglas establecidas por la IAATO, la asociación internacional de turoperadores de la Antártida. Aquí, siendo tan pocos, podíamos bajar siempre a tierra… siempre, claro, que el viento permitiera usar las zodiacs y que el mar no estuviera congelado al arrimarnos a la costa.
Aunque esta expedición parte de la friolera de 23.000 $ por barba, no es ni por asomo un crucero de lujo. El barco, de hecho, es bastante espartano, con los camarotes más sencillos sin ni siquiera baño, un par de comedores a los que, como si fuera la trena, bajábamos el pasaje para el desayuno, la comida y la cena, y un bar como de oficina en el que, durante los larguísimos días de navegación, nos juntábamos los más sociables a pegar hebra (y algunos, desde luego no una servidora, a jugar a las cartas, armar puzzles y hasta algunas a hacer punto… ¡sin palabras!).
Había también una sala de proyecciones donde se pasaban documentales y los naturalistas de la expedición daban charlas (en inglés, of course) sobre los icebergs, la fauna, las expediciones históricas y todo cuanto íbamos a ver si lográbamos desembarcar. ¡Ah! Y una sauna, en la que me juntaba muchas tardes con Derry, un adorable setentón australiano con una vida que daría para varios libros, y con la pareja formada por Jeremy y Kate, él periodista jubilado de la BBC y, ella, sobrina nieta de uno de los expedicionarios que participaron en el segundo y fatal viaje de Scott.
Avistamientos desde el puente, o la proa si no hace mucho frío
De no parar de camino en el Parque Nacional de las Islas Subantárticas (un “aperitivo” despampanante, por cierto), desde el sur de Nueva Zelanda sería casi toda una semana de mar para llegar a la Antártida, con su correspondiente semana para volver. Es decir, que de los 28 días de singladura, te pasas por lo menos la mitad navegando, y por supuesto sin teléfono, ni wifi, ni conexión con el mundo, lo cual, más que una pega, ha sido una bendición. Sin quitarle ni medio mérito a la Antártida, tantos días encerrados en el barco ruso, con un pasaje de su padre y de su madre, hacen el viaje todavía más insólito. Imaginaba, con semejantes precios, que me encontraría un ambiente de millonarios, pero nada más lejos.
Salvo un ruso, con un reloj que daría para comprarse un piso, casi todos los demás podrían pasar por el vecino del quinto: una viuda australiana, antaño profesora de química en la Universidad, que en la tarde de bar más surrealista me detalló con qué fórmula tenía pensado suicidarse sin dolor si llegara a enfermar y siguieran sin aprobar la eutanasia; una maru entrañable, también con sus buenos setenta, que se había cruzado el Paso del Noroeste con la esperanza secreta de “encontrarle a él” y, aunque la artrosis apenas le permitía desembarcar en las zodiac y mucho interés por la Antártida no parecía tener, ya que se había ido antes tan al norte, ahora había decidido ir al sur. ¡En España no tenemos gente mayor así!
Con Ursi y Eric celebrando en cubierta el cruce del Círculo Polar Antártico (@luisdavilla)
Había otros que sí se lo sabían todo de las regiones polares y era un gusto que te contaran; una pareja de franceses, ya más joven, con la que añoramos el jamón cuando el chef de a bordo no andaba muy fino. Y un kiwi con el que me eché tantas risas que hasta acabé confesándole cómo mi madre de joven, un día apurada de tiempo, se puso unas bragas con la goma floja y, con las prisas de ir a hacer una gestión antes de recogernos del cole, en vez de cambiárselas se puso otras encima y gracias a ello se libró de un accidente más grave pues, al partírsele el palier en la autopista, en vez de agobiarse solo podía pensar en qué iban a pensar en el hospital al verla de esa guisa…
O una judía de 93 añazos que viajaba sola y que al coincidir en el primer desayuno me preguntó si por fin teníamos gobierno. Estaba tan al día de todo y había viajado por tantos sitios raros (por la China de Mao ella sola y nueve meses, por ejemplo, para asistir a una conferencia de no conseguí sacarle de qué) que no podía haber sido más que una espía…
Y la pareja, también talludita y adorable, que a pesar de haber vivido de regentar un food-truck (¡sí que da de sí vender salchichas en Australia!), no paraban de viajar por los lugares más remotos con Ben, el osito de punto que cargaban a la espalda para hacerse fotos para sus nietos. O Ursi y Eric, y Grahem y Anne-Marie, y el ornitólogo de Novosibirsk… Todo un lujo compartir un mes entero con ellos, y todo un lujo haber podido llegar adonde llegan tan pocos.
Avistamientos desde el puente, en el Mar de Ross (Antártida)
Dejo para otro momento, que ahora me tengo que ir, lo del desembarco de madrugada en Cap Adare, entre un millón de pingüinos con sus crías recién nacidas persiguiendo a la carrera a los adultos para que les dieran de comer. Dejo también las embestidas cual luchadores de sumo, cuando algún rival se arrimaba a las hembras del harén del macho alfa, entre elefantes marinos de hasta 4 toneladas y aspecto de orondas babosa de seis metros de largo. Para otro día, los iceberg kilométricos que se desprenden de las banquisas y las orcas cazando junto al hielo, que todo el pasaje admiramos desde el puente en unas horas brutales de nevagación cerca de la Base Americana de McMurdo, que puedes espiar a través de sus webcams pinchando aquí.
Sígueme en