Por absoluta (¡y bendita!) insistencia de un amigo gallego, esta pasada primavera me escapé con “mi” fotógrafo a hacer unos reportajes de las Cíes. ¡Qué preciosidad de islitas!
Sobre todo fuera de la temporada alta. Porque aunque en verano ponen un tope de visitantes, inevitablemente se petan y, para mí, tienen mucha menos gracia.
Salvo por el agua heladora, las playas de las Cíes tienen poco que envidiarle a las del Caribe
Como me contaban los guías del Parque Nacional de las Islas Atlánticas al que pertenecen, y como me contaban todos los que me crucé por allí, venir a las Cíes solo a bañarse es perderse lo mejor. Sus aguas de transparencias cuasi caribeñas estarán igualmente heladoras en pleno verano, y las hordas que copan entonces sus senderos no permiten disfrutar su naturaleza como merece.
Prohibido salirse de los cuatro senderos, perfectamente marcados, que atraviesan las Cíes
Mucho mejor organizarse unos días por allí ya pasado el verano. Habrá menos ferrys para alcanzarlas, pero habrá muchísima menos gente. Ojalá este otoño/invierno llueva más, pero el año pasado, como me decía este amigo gallego, “las borrascas se debieron quedar por Baleares”, porque en Galicia tuvieron una temporada baja con récord de sol. Y, claro, también las Cíes lucen mejor sin lluvia.
Cíes atesora una de las mayores colonias de gaviotas patiamarillas
Te dejo el enlace al reportaje que publiqué en la revista VIAJAR y que arranca así:
Candidatas a Patrimonio de la Humanidad, las Cíes se colaban en la lista de destinos para 2022 de ‘The New York Times’. Aunque su playa de Rodas atraiga en verano a las multitudes, estas guardianas de la ría de Vigo son mucho más que una playa bonita.
Texto: Elena del Amo. Fotos: Luis Davilla
En esta ocasión ha sido The New York Times el que ha puesto en la diana a estas islitas sin coches ni más habitantes que los lagartos ocelados que asoman en un visto y no visto por las grietas de sus roquedos, las colonias bárbaras de cormoranes moñudos y gaviotas patiamarillas que anidan por este archipiélago integrado en el Parque Nacional de las Islas Atlánticas de Galicia. El ránking de destinos del rotativo ha rebuscado este año entre rincones que están transformando el planeta a mejor; donde el turismo, en vez de depredar, se ha convertido en una herramienta para conservar el medioambiente.
… Pinchando el enlace de arriba puedes seguir leyendo.
Y voilà esta galería del reportaje que también publicamos en Fuera de Serie.
El cámping estará cerrado, pero no los apartamentos A Cíes (aciesapartamentos.com), con vistas al archipiélago
Una servidora casi a solas en Cíes durante la temporada baja
Gracias Elena.. por tu artículo del Maestrazgo.. que bien… Relatas… Y reflejas lo bueno de los viajes..
No ver muchas cosas … Sino disfrutar d lo que has visto…y eso requiere tempo y perderse sin horarios … Y descubrir sitios y sensaciones únicas.. Somos una pareja que nos gusta el senderismo .. ir un poco por libre… Nos encantaría saber si conoces las islas Lofoten.. porque vimos un reportaje.. y es el no va más d chulo.
Nos cuentas..
Un beso,
Todavía (y crucemos los dedos para que esta barbaridad no dure mucho más), hay que pensárselo bien antes de emprender un viaje de larga distancia. También los míos, que es de lo que vivo, se frenaron casi en seco hace ya demasiado, aunque eso me ha permitido conocer mucho más a fondo España. Plantarte en la otra punta del planeta aporta otras cosas, pero también a la vuelta de la esquina aguardan planazos de primera.
Por vías pecuarias, cañadas reales, viejas vías de tren… 1.200 km para rodar en bici por la Comunidad de Madrid.
Acababan de desconfinarnos cuando un loco de la bici me invitó a sumarme a un grupito de alegres ciclistas para pedalear por uno de los tramos de CiclaMadrid. Y, no, no se trata de hacerlo por la ciudad, sino por los más de 1.200 km de rutas ciclistas que hay por la Comunidad. Se puede hacer por tramos, claro, y, para los ciclistas “farsantes” como una servidora, en las bicis eléctricas que alquilan puñados de empresitas.
Pedalear entre viñedos, castillos, monasterios, pueblos preciosos, vías pecuarias y cañadas reales, zonas sobrevoladas por una barbaridad de aves… Si te apetece la idea (¡no doy crédito a que CiclaMadrid se conozca tan poco!), échale un vistazo a este reportaje que saqué en la web de viajes de HOLA.
Una mirada diferente a la Alhambra (y a más destinos andaluces), a través de los ojos de la arquitecta Blanca Espigares.
Poco después tuve el privilegio de visitar la Alhambra casi a solas, sin las hordas habituales de turistas, y encima de la mano de Blanca Espigares, una arquitecta “alhambreña” que te enseña a descubrir el patrimonio andaluz a través de sus ojos, llenos de cariño y de conocimiento.
Confieso que antes le tenía bastante manía al palacio de Carlos V; precioso, pero tan metido con calzador en este tesoro nazarí que me parecía un pegote fuera de lugar. Ella me hizo cambiar de opinión. Me hizo ver cómo, gracias a este palacio, la Alhambra muy probablemente no se convirtió en una ruina. Porque lo que no se usa se abandona, y los reyes castellanos no sabían habitar la arquitectura de la Alhambra. Gracias a la construcción de este palacio renacentista –ahí sí se sentían cómodos y sabían cómo usar sus dependencias– siguieron viniendo y el recinto nunca se abandonó. Mucho de lo que Blanca me contó, te lo cuento en este reportaje.
“Abriendo Pueblos”, la llave a los pueblos más secretos del Maestrazgo turolense, de la mano de la guía Serafina Buj.
Otra mujer adorable que conocí recorriendo de cabo a rabo el Maestrazgo fue Serafina Buj, creadora de la iniciativa “Abriendo pueblos”. Como en las aldeas más retiradas de esta joyita de la España vaciada sus monumentos están casi siempre cerrados, ella consigue las llaves de hornos templarios, iglesias medievales, palacios renacentistas, mazmorras, viejas escuelas y hasta “esconjuraderos” donde antaño se intentaban aplacar plagas, tormentas y otros peligros para las cosechas.
Cargada con manojos de llaves como del castillo de la madrastra, aparece en sus rutas, totalmente a la medida y a unos precios irrisorios. Todos los detalles, en este reportaje.
Monasterio cisterciense de Santa María de Rioseco, en las Merindades de Burgos, rescatado del olvido gracias a sus vecinos.
Emocionante también el Monasterio de Santa María de Rioseco, en las Merindades de Burgos, donde el párroco y exprofesor de filosofía Juanmi Gutiérrez, junto a una legión de vecinos y voluntarios, se lanzaron a rescatar este monasterio cisterciense del abandono y las zarzas. Hoy acogen desde conciertos de jazz hasta talleres de cantería en los que aprender a trabajar la piedra como en la Edad Media.
Champagne Bar del renovado Ritz de Madrid, ahora de la cadena Mandarin Oriental.
Y para rematar con una dosis de “amor y lujo”, los brunch, la hora del té, las copas en la azotea y demás excusas con glamour para colarte en los nuevos hoteles a todo trapo de Madrid: desde el Four Seasons hasta el renovado Ritz o el Hard Rock Hotel.
En las Svalbard, unas islas con más osos polares que humanos, la Bóveda Global de Semillas custodia más de un millón de variedades de simientes de todo el planeta para, en caso de hecatombe, devolverle a la Humanidad el acceso a su necesidad más primaria: la comida.
Al poco de desembarcar llegó el confinamiento. Más desconcertante, a su manera, que el mes “confinada” por la Antártida en el Akademik Shokalskiy. A bordo de este viejo barco ruso de investigación marina, la empresa Heritage Expeditions alcanza a 5o afortunados, durante el breve verano austral, hasta una de las regiones más prístinas de la cara b globo.
En estos tiempos rarunos, dan más ganas que nunca de salir zumbando a cualquier lugar donde desconectar del bicho y de las incertidumbres ante este futuro incierto con el que nos está tocado lidiar. De los meses de confinamiento y noticias demoledoras, de los rebrotes inevitables y, sobre todo, de los que sí podría contribuir a evitar tanto imbécil que se debe sentir invulnerable o que (¡increíble pero cierto!) “no cree” en el virus.
Lo malo es que, ahora, no hay en todo el mapa dónde escaparse con garantías absolutas. Ni es el mejor momento de subirse a un avión, ni quizá de huir a una islita tan remota como El Hierro. Ya en circunstancias normales, allí no se llega (¡ni se regresa!) así como así. De ahí que la conozca tan poca gente y esté tan pasmosamente intacta.
El Hierro, apertura de mi reportaje en VIAJAR, ya en quioscos en su número excepcionalmente doble julio-agosto
A saber cuándo podremos recuperar nuestro día a día. Hasta entonces, lo que sí podemos es fantasear con ese primer destino para cuando la pesadilla quede atrás. Seguro que ese primer viaje, además de sabernos a gloria, va a tener un sentido especial.
Dando ideas, ya está en los quioscos (un número excepcionalmente doble para julio y agosto) el reportaje sobre El Hierro que fui a hacer este pasado invierno para la revista VIAJAR.
La isla me pareció un espectáculo. Eso sí, no es un lugar para todos. Si buscas placeres más mundanos, mejor elegir otro sitio. Pero si lo que buscas es olvidarte del mundo, habrás llegado al tuyo.
Eso, ahí tan a merced de las olas, es el hotel Puntagrande.
Bosques de laurisilva en lo más alto de esta islita tan desértica en la mayoría de sus costados.
La sabina doblada por los vientos furiosos que se gasta la isla del fin del mundo.
PD. Iba a colgar por aquí el reportaje de otra canaria que me encantó, La Palma, y que publiqué el año pasado también en la revista VIAJAR. No lo encuentro en su web, pero sorprendentemente lo encuentro en la del periódico El Día. Ahora les escribo a ver cómo se come eso de publicármelo, firmármelo ¡y ya! (a buen entendedor…). En fin, pinchando aquí se lo dejo a ustedes por si les inspira.
Felices vacaciones, mucho ánimo, y que el virus nos sea leve.
Hola guapa!
Quería saber tu opinión sobre nuestro viaje de luna de miel. Disponemos de 10-12 dias y vimos uno que nos llamó mucho la atención, pero no hay mucha info sobre él.
Queríamos combinar Estambul y las Islas Seychelles. Como lo ves?
Muchísimas gracias!
Supe seguro que me iba –¡y volaba el 5 de enero!– la mañana de Nochebuena.
Apenas un mes antes, el fotógrafo me llamó contando que había posibilidad de embarcarse todo un mes en una de las expediciones de @heritageexpeditions. Casi me da un pasmo. Ganas, todas, pero desaparecer tanto tiempo sabiéndolo con tan poca antelación me auguraba unas semanas de infarto.
La vida del periodista freelance tiene sus miserias. De las menos graves, por ejemplo, que no le puedes decir a quien te ha encargado un texto con el que pagas la hipoteca “mira, lo que esperabas para después de Navidad, casi que, con suerte, te lo mando a mediados de febrero”.
Además de un viaje de trabajo a Marruecos que no hubo forma de cancelar, tenía varios reportajes pendientes que, por si se confirmaba al fin la cosa, había sí o sí que dejar hechos. O sea que no debí dormir ni cinco horas al día dándole a la tecla. Y, sí, todo lo urgente quedó entregado.
Con el turrón atragantado salí para mi adorado Marruecos el 27 de diciembre y volví el 4 de enero. Ni un segundo, claro, de comprar antes nada de lo que uno debería llevarse a la Antártida. Así que, en un ratito libre en Marrakech, además de descargarme un buen cerro de libros, me tocó comprar también online todas las prendas térmicas que pasaría a recoger mientras se secaba la ropa de la lavadora en mi única tarde en Madrid antes de cruzar a la cara B del planeta. Podría echarle más literatura, pero estos detalles de andar por casa son lo que a veces me gustaría contar en los reportajes de las revistas.
De puro agotamiento, supieron a gloria las trece horitas de vuelo a Hong Kong, y las otras tantas a Auckland, intercaladas por una escala de las largas que en las que seguir durmiendo como una bendita gracias a que los benditos de @cathaypacific nos dieron un acceso a la sala VIP. Porque a la esquina de la Antártida por la que discurren estas expediciones se llega desde Nueva Zelanda: el remoto e histórico Mar de Ross, entre 100 y 300 viajeros al año frente a los 70.000 que llegan al continente helado desde Chile o Argentina, amén de la zona por la que Scott, Shackelton y Amundsen intentaron alcanzar el Polo Sur en la gesta más épica de todos los tiempos con permiso de Hernán Cortés.
Desembarco en zodiac cuando el tiempo permitía bajar a tierra
Navegando por el Mar de Ross se llega a una latitud mucho más baja que desde cualquier otro punto. Y con las geografías de glaciares, el frío y los vientos que se gasta la Antártida, cuanta mayor distancia pudieran cubrir en barco estos exploradores de principios del XX, menos tenían que hacer por tierra. De ahí que su carrera a la desesperada por clavar la bandera de su país en el mismísimo Polo se librara por aquí.
Como se ha contado en tantos libros y en tantas películas, ni el carismático Shackelton lo consiguió, ni mucho menos el estirado Scott, que el pobre murió congelado y hambriento en el intento. El que se llevó el gato al agua, aunque alcanzara menos gloria porque en vez de ser británico era noruego, fue Amundsen, gracias a su maña con los esquís, los trineos de perros y su mucha experiencia previa en el Ártico.
Las cabañas de Scott y Shackelton se conservan en el Mar de Ross
Pero para pisar la Antártida aún quedaba. Desde Auckland todavía había que volar a Invercargill, la villita más al sur de la isla sur de Nueva Zelanda, antes de subir al AkademikShokalskiy, el barco reforzado para el hielo, más ruso que una matrioska, en el que he vivido una especie de Gran Hermano a bordo. Al igual que su gemelo, el Spirit of Enderby, estos barcos los mandó contruir en los 80 un instituto científico de Vladivostok para hacer investigación marina. Pero con el caos al desintegrarse la Unión Soviética se quedaron sin parné para investigar, y Rodney Russ, el avispado dueño de Heritage Expeditions, vio el filón de alquilárselos para llevar viajeros hasta las zonas polares más remotas.
Solo 50 pasajeros; dato importante para quienes empiecen a ahorrar para la Antártida. Y es que aquí el tamaño sí importa. Gracias a un tratado entre naciones, todo el continente –¡y crucemos los dedos para que siga así!– está consagrado a actividades para la paz y la ciencia, por lo que suma infinidad de zonas protegidas en las que solo se permite desembarcar al tiempo a 50 personas. En barcos más grandes tocará pues desembarcar por turnos, y si transportan más de 500 pasajeros, no se les permitirá pisar tierra en ningún caso de acuerdo con las reglas establecidas por la IAATO, la asociación internacional de turoperadores de la Antártida. Aquí, siendo tan pocos, podíamos bajar siempre a tierra… siempre, claro, que el viento permitiera usar las zodiacs y que el mar no estuviera congelado al arrimarnos a la costa.
Aunque esta expedición parte de la friolera de 23.000 $ por barba, no es ni por asomo un crucero de lujo. El barco, de hecho, es bastante espartano, con los camarotes más sencillos sin ni siquiera baño, un par de comedores a los que, como si fuera la trena, bajábamos el pasaje para el desayuno, la comida y la cena, y un bar como de oficina en el que, durante los larguísimos días de navegación, nos juntábamos los más sociables a pegar hebra (y algunos, desde luego no una servidora, a jugar a las cartas, armar puzzles y hasta algunas a hacer punto… ¡sin palabras!).
Había también una sala de proyecciones donde se pasaban documentales y los naturalistas de la expedición daban charlas (en inglés, of course) sobre los icebergs, la fauna, las expediciones históricas y todo cuanto íbamos a ver si lográbamos desembarcar. ¡Ah! Y una sauna, en la que me juntaba muchas tardes con Derry, un adorable setentón australiano con una vida que daría para varios libros, y con la pareja formada por Jeremy y Kate, él periodista jubilado de la BBC y, ella, sobrina nieta de uno de los expedicionarios que participaron en el segundo y fatal viaje de Scott.
Avistamientos desde el puente, o la proa si no hace mucho frío
De no parar de camino en el Parque Nacional de las Islas Subantárticas (un “aperitivo” despampanante, por cierto), desde el sur de Nueva Zelanda sería casi toda una semana de mar para llegar a la Antártida, con su correspondiente semana para volver. Es decir, que de los 28 días de singladura, te pasas por lo menos la mitad navegando, y por supuesto sin teléfono, ni wifi, ni conexión con el mundo, lo cual, más que una pega, ha sido una bendición. Sin quitarle ni medio mérito a la Antártida, tantos días encerrados en el barco ruso, con un pasaje de su padre y de su madre, hacen el viaje todavía más insólito. Imaginaba, con semejantes precios, que me encontraría un ambiente de millonarios, pero nada más lejos.
Salvo un ruso, con un reloj que daría para comprarse un piso, casi todos los demás podrían pasar por el vecino del quinto: una viuda australiana, antaño profesora de química en la Universidad, que en la tarde de bar más surrealista me detalló con qué fórmula tenía pensado suicidarse sin dolor si llegara a enfermar y siguieran sin aprobar la eutanasia; una maru entrañable, también con sus buenos setenta, que se había cruzado el Paso del Noroeste con la esperanza secreta de “encontrarle a él” y, aunque la artrosis apenas le permitía desembarcar en las zodiac y mucho interés por la Antártida no parecía tener, ya que se había ido antes tan al norte, ahora había decidido ir al sur. ¡En España no tenemos gente mayor así!
Con Ursi y Eric celebrando en cubierta el cruce del Círculo Polar Antártico (@luisdavilla)
Había otros que sí se lo sabían todo de las regiones polares y era un gusto que te contaran; una pareja de franceses, ya más joven, con la que añoramos el jamón cuando el chef de a bordo no andaba muy fino. Y un kiwi con el que me eché tantas risas que hasta acabé confesándole cómo mi madre de joven, un día apurada de tiempo, se puso unas bragas con la goma floja y, con las prisas de ir a hacer una gestión antes de recogernos del cole, en vez de cambiárselas se puso otras encima y gracias a ello se libró de un accidente más grave pues, al partírsele el palier en la autopista, en vez de agobiarse solo podía pensar en qué iban a pensar en el hospital al verla de esa guisa…
O una judía de 93 añazos que viajaba sola y que al coincidir en el primer desayuno me preguntó si por fin teníamos gobierno. Estaba tan al día de todo y había viajado por tantos sitios raros (por la China de Mao ella sola y nueve meses, por ejemplo, para asistir a una conferencia de no conseguí sacarle de qué) que no podía haber sido más que una espía…
Y la pareja, también talludita y adorable, que a pesar de haber vivido de regentar un food-truck (¡sí que da de sí vender salchichas en Australia!), no paraban de viajar por los lugares más remotos con Ben, el osito de punto que cargaban a la espalda para hacerse fotos para sus nietos. O Ursi y Eric, y Grahem y Anne-Marie, y el ornitólogo de Novosibirsk… Todo un lujo compartir un mes entero con ellos, y todo un lujo haber podido llegar adonde llegan tan pocos.
Avistamientos desde el puente, en el Mar de Ross (Antártida)
Dejo para otro momento, que ahora me tengo que ir, lo del desembarco de madrugada en Cap Adare, entre un millón de pingüinos con sus crías recién nacidas persiguiendo a la carrera a los adultos para que les dieran de comer. Dejo también las embestidas cual luchadores de sumo, cuando algún rival se arrimaba a las hembras del harén del macho alfa, entre elefantes marinos de hasta 4 toneladas y aspecto de orondas babosa de seis metros de largo. Para otro día, los iceberg kilométricos que se desprenden de las banquisas y las orcas cazando junto al hielo, que todo el pasaje admiramos desde el puente en unas horas brutales de nevagación cerca de la Base Americana de McMurdo, que puedes espiar a través de sus webcams pinchando aquí.
Esbelto como un junco, arropado elegantemente en su manta de un rojo rabioso y lanza en mano, Olubi levanta el polvo con sus vacas por las sabanas que los masáis comparten con los leones. “Ellos huyen de nosotros”, presume en lengua maa este joven que, como casi todos los de su generación, no ha pasado por el ritual de matar uno para ser considerado un moran. Es decir, un guerrero.
Por si te interesa seguir leyendo, aquí te dejo el enlace al reportaje que publiqué en el Dominical de La Vanguardia sobre los desafíos que afronta la tribu más icónica de África. Los masáis parecen condenados a vivir como desheredados en su propia casa.
Para la icónica tribu africana, las planicies donde pastaban sus vacas eran de todos y de nadie: de los vivos, los muertos y los que están por nacer. La realidad de este pueblo se aleja, sin embargo, de esa concepción ancestral. Acechados por los cultivos, el turismo y el cambio climático, los orgullosos masáis parecen condenados a malvivir desheredados en su propia casa.
No hay buenos y malos
Verás que, también este entuerto, no solo hay “buenos y malos”. Todas las partes –incluidos los masáis– tienen su parte de responsabilidad en una situación muy enrevesada.
Antaño semi nómadas y todavía hoy emimentemente ganaderos, los masáis cada vez tienen menos pastos donde llevar a pastorear sus rebaños por el avance de los cultivos y los estragos del cambio climático. Pero también muchos de ellos arriendan sus tierras para crear reservas de fauna y, con el dinero, compran más vacas… que a veces meten a pastar en estas concesiones orientadas al turismo porque si no no tienen ya dónde.
Un buen enredo al que algunas iniciativas muy interesantes están tratando de buscar soluciones que beneficien a todas las partes.
“No puedes esperar que un pastor se quede de brazos cruzados si un león, un leopardo, los chacales o las hienas atacan su fuente de ingresos”, defiende Luca Belpietro, antaño economista y, desde 1998, el motor de Campi Ya Kanzi. Este campamento, nacido en colaboración con los masáis de la vasta extensión comunal del Kuku Group Ranch, fue pionero al crear un sistema por el que, con las tasas que abonan sus huéspedes, se les paga a los pastores el ganado muerto. “Así todos ganan: los masáis, el turismo y los predadores”, añade este italiano nacionalizado en Kenia.
Otra iniciativa de la MWCT en el ecosistema del Tsavo-Amboseli ha sido proteger 4.000 km2 de bosques, obteniendo para sus gentes los réditos de los bonos de carbono con que los países desarrollados compensan sus emisiones. A diferencia de otros territorios masáis, donde se malvive del ganado a merced del calentamiento global, la zona de Kuku cuenta con una economía más estable tras poner a producir su ecosistema. Por desgracia, es una excepción.
Las fotos son de Luis Davilla, el fotógrafo con el que suelo trabajar.
El mes pasado publiqué en la revista VIAJAR un reportaje sobre todo lo que se cuece este año en Berlín, que es mucho. Además de las celebraciones por la caída del Muro (la fiesta será en noviembre, pero ya hay montones de exposiciones que muestran desde cómo se vivía a cada lado del Berlín dividido hasta el ingenio le echaron cientos de jóvenes para tratar de cruzar al otro lado), andan también conmemorando el centenario de la Bauhaus, la escuela que revolucionó el mundo del diseño y que la llegada al poder del Tercer Reich obligó a cerrar. ¡Como todo lo bueno en aquel Berlín de los años treinta que llegó a desbancar a París como capital de la trasgresión!
En breve abrirán como nuevo epicentro cultural el Palacio Imperial, herido grave durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y rematado –vamos, borrado del mapa– por los comunistas que ocuparon el Berlín Oriental. Lo han levantado piedra a piedra (por eso en parte había tanta grúa y tanta zanja por el centro).
También le han levantado una nueva entrada a la Isla de los Museos, Patrimonio de la Humanidad los cinco de ellos y con tal barbaridad de arte que se bastan y se sobran para justificar ellos solitos la escapada. Pero también están esas cicatrices de guerra que encojen el alma y esos barrios medio hípster medio lumpen que, en estos tiempos globalizados en los que casi todo se diría un déjà vu, hacen que esta ciudad superviviente solo se parezca a sí misma.
Yo, que estudié un año en Alemania y tengo el culo pelao de dar tumbos, no conocía Berlín, pero fijo que volveré, porque es una de esas ciudades “que no te las acabas”. Eso sí, que no te la cuelen con el curry wurst… ¡es una auténtica guarrindongada para llenar el monago!
Si toda ciudad de bien presume de un centro definido, Berlín juega al despiste dispersándose entre varios. Sus múltiples cogollos se desparraman, encima, a distancias maratonianas por sus viejos universos enfrentados del Este y el Oeste. En noviembre se cumplen treinta años de la caída del Muro, y las diferencias entre ambos no han desaparecido del todo a pesar de las mil y una obras que, desde entonces, vienen cosiendo sus calles. Tanta grúa y tanta zanja no ha amilanado al torrente de admiradores dispuesto a sacarle tajada. Pero el que avisa no es traidor: no será pan comido meterle mano a esta urbe inconformista y dual que solo se parece a sí misma.
Publicado en el número de febrero de 2019 de la revista VIAJAR
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