Una lección bávara (y bárbara) de buena gestión
- A abril 11, 2013
- Por Elena del Amo
- En Blog
- 0
Cada cual con sus debilidades. Yo les guardo un gran cariño a portugueses, griegos, italianos, franceses, egipcios, argentinos, cubanos, brasileños, turcos… y a un montón de pueblos más. Alemania, donde estudié un año y tengo un puñado de muy queridos amigos, no me es un país particularmente simpático, a pesar de que, de no existir, habría que inventarlo aunque fuera por haber dado genios como Bach o personajes tan valientes como Lutero, quien ya en los albores del XVI, aun siendo profundamente religioso, se atrevió a denunciar los tejemanejes de las jerarquías de la iglesia católica. Sí, a ésa que siguió mucho más tiempo quemando “herejes” en la hoguera y dispensando indulgencias que libraban de toda culpa a quienes pudieran pagarles unos buenos dineros a cambio del perdón.
Inevitable con la que está cayendo volver sobre el viejo debate de si son más honestas que la nuestra las sociedades influidas por el luteranismo. Sin pretender dármelas de experta, intuyo que al menos algo de eso debe haber cuando en Alemania una ministra dimite por haber plagiado en su tesis, mientras que aquí ni dios conjuga en primera persona el verbo dimitir por más que les pillen metiendo mano en la caja o simplemente haciendo mal el trabajo por el que les pagamos con nuestros impuestos.
En un reciente viaje a Múnich, cuando desde el sur de Europa muchos miran a “la Merkel” y sus secuaces como los causantes de todos nuestros males sin hacer la parte de autocrítica que también nos corresponde por haber votado y vuelto a votar a políticos que gestionan tan mal nuestros dineros, unos cuantos detalles me hicieron valorar más ciertos aspectos de este país que, insisto, no es santo de mi devoción. ¿Motivos? Sería muy largo. Baste por ejemplo señalar su xenófoba política de inmigración.
En viajes anteriores ya había constatado que en Alemania pocas cosas le arrebatan a uno, pero al mismo tiempo es muy raro que te engañen. A diferencia del sur de Europa, donde pueden tanto pasarte la visa por la yugular por una cena de medio pelo si te metes en el restaurante equivocado como comer gloriosamente por dos duros en el lugar más insospechado, en Alemania todo suele ir proporcionado. Si pagas más, te dan más y mejor. Si pagas menos, obtienes lo justo por ese precio. Ni más, ni menos tampoco.
Múnich, la capital de Baviera, es uno de los motores económicos de ese motor económico que es Alemania entera. Por eso me sorprendió tanto, al asistir a una entrevista con un cargo relativamente importante del Ayuntamiento, apreciar que sus oficinas fueran tan increíblemente austeras. Céntricas, funcionales, pero ajadas y hasta setenteras. Es decir, nada de vanguardia ni de relumbrón. Al final de la conversación se lo hice notar, y me respondió que hasta ahora casi todo el dinero se mandaba a la antigua Alemania del Este y que ya estaban de nuevo empezando a gastar localmente, pero en obras públicas que Múnich llevaba tiempo necesitando. O sea que lo de tener oficinas públicas bonitas no era en absoluto prioritario. Cuando en España pueblos y comunidades han gastado a mansalva lo que no tenían en infraestructuras tantas veces superfluas hasta lo delictivo, la cosa da bastante para tomar nota.
No fue sin embargo la única sorpresa. Su metro, que funciona como un reloj, tiene partes increíblemente viejas y otras muy modernas, aunque nada que ver con obras faraónicas rayanas en lo hortera como la madrileña estación de metro de Chamartín: 35.000 m2 repartidos en cuatro niveles que sólo se usan parcialmente y 188 millones de euros gastados en su renovación justo antes de que estallara la crisis.
En Múnich, en muchas estaciones en las que confluyen varias líneas, en lugar de tener un andén diferente para cada una, los trenes se detienen en el mismo andén. Basta estar pendiente de los paneles informativos para saber si el próximo en llegar es o no el de la línea que se espera. En estaciones con poca afluencia de por ejemplo Madrid haber copiado este sistema habría supuesto un enorme ahorro. Igualmente allí, en las estaciones con poco tránsito, no hay una escalera mecánica para subir a la calle y otra para bajar, sino una única que se acciona en un sentido o en el otro en cuanto uno se acerca desde algún extremo. Y aún así están a años luz en cuanto a accesibilidad para minusválidos. De hecho no hay barreras ni torniquetes para entrar o salir del metro. Imagino que darán por hecho que todos pagan el billete sin necesidad de que se les ande controlando.
Los folletos que se dan en la oficina de turismo se cobran, barato, pero se cobran, y así no sólo se financian sino que se asegura que la gente sólo coge los que de verdad necesita.
La ciudad está impecable, y son unos dos millones y medio de habitantes y bastante turismo. Las fachadas no están inundadas de graffitis ni carteles cutres de publicidad. Las calles no lucen regueros de meadas callejeras –hay bastantes baños públicos y encima están limpios– y es rarísimo pisar una mierda de perro –hasta los dueños pagan un pequeño impuesto “canino” anual para tener zonas acondicionadas y regularmente limpiadas para ellos–.
La gente literalmente inunda los parques en cuanto hace buen tiempo. Se reúnen y hasta comen en ellos, pero al marcharse no queda basura ni cascos rotos ni efluvios de botellón.
Vamos, que con lo poco que en general me gustan, alcanzo a reconocer que hay muchas cosas que podríamos aprender de países más civilizados y adultos en tantos aspectos que el nuestro, como Alemania. Si la responsabilidad de los bancos alemanes por haber prestado dinero a quienes sabían perfectamente que no lo íbamos a poder pagar es innegable, también lo es que hay muchas responsabilidades por tener políticos corruptos y/o ineficaces que nos pertenecen nosotros, la sociedad que los votamos y que apenas hemos rechistado hasta que no han empezado a freírnos a impuestos y recortes en lo más esencial con los que pagar los platos rotos.
Sígueme en