Dos semanas antes de que el león Cecil se conviertiera en la noticia del verano viajé a Zimbabwe, un país espectacular que parece empieza a salir de una situación durísima para sus adorables gentes, pero del que los medios sólo se acuerdan cuando hay un pucherazo en las urnas o cuando un dentista de Minnesota abate a un célebre león. Si la muerte de Cecil fuera un hecho repugnante pero aislado, estaríamos de enhorabuena.
Por desgracia, la situación de la fauna africana es infinitamente más grave no sólo en Zimbabwe, sino en todo el continente. La caza furtiva y el tráfico de animales salvajes han exisido de siempre, pero hoy puede hablarse de una industria globalizada que utiliza los métodos más sofisticados y que se ha convertido en el tercer crimen organizado a escala mundial en volumen de negocio, sólo por detrás del tráfico de drogas y el de armas.
En los mercados asiáticos, sobre todo en los cada vez más pujantes de China y Vietnam, los colmillos de elefante y el cuerno de rinoceronte alcanzan precios astronómicos. Los primeros como ornamento, y los segundos para utilizarse en la medicina tradicional. Hace unos días saltaba la noticia de que habían dado caza en Tanzania a «la reina del marfil», una traficante china asentada en este país que, en la última década, ha perdido casi dos tercios de sus elefantes. Aunque la ONU adoptó el pasado julio una resolución histórica en la que todos los países se comprometían a redoblar esfuerzos para acabar con esta lacra, las cifras son tan pesimistas que, a este ritmo, nuestros nietos sólo llegarán a admirar en el zoo a estos animales magníficos que llevan cuarenta millones de años poblando las sabanas.

A principios del siglo XX había unos 10 millones de elefantes en África; hoy se estima que apenas rondan el medio millón ya que cada año se matan cerca de 35.000… es decir, uno cada 15 minutos si no me fallan las cuentas. En Suráfrica, desde que en 2009 se puso una moratoria al cuerno de rinoceronte, su caza ilegal se ha disparado y en 2014 se contabilizaron más de 1.200 animales muertos.
Algunos me hablaban en Zimbabwe de las granjas de rinocerontes que existen en Suráfrica como un posible remedio a su caza furtiva, ya que el cuerno es algo así como la uña, pues tras cortarse les vuelve a crecer y el animal no muere. Otros, sin embargo, apuntaban que vender legalmente el cuerno de estos animales de granja sólo serviría para crear un mercado paralelo: el procedente de un animal salvaje siempre sería más valioso y, en consecuencia, demandado por quienes pueden pagar los cerca de 50.000 € que puede llegar a costar cada kilo en el mercado negro.

En lo que coinciden todos los expertos es que, mientras siga habiendo demanda, el problema persistirá. ¿Qué podemos hacer nosotros? Pues me temo que poco, pero algo sí: antes que nada, JAMÁS comprar, ni en los viajes ni en el día a día, nada que proceda de fauna amenazada. También, apoyar campañas que conciencian sobre el problema del tráfico de animales y luchan por combatirlo, como ésta de WWF. Y también, cuando las economías lo permitan, participar en un safari. Admirar a la fauna africana en libertad no sólo es una de las experiencias más emocionantes que puede atesorar un ser humano. Además es una forma de dar trabajo a los rangers que la protegen y de hacer ver a las empobrecidas poblaciones que conviven con los animales que vivos reportan más beneficios que muertos. Cuando ellos consiguen beneficiarse de su fauna, se convierten en los primeros interesados en preservarla y ya con eso habría mucho trecho ganado.
Si os interesa el tema, os dejo el enlace a un valiosísimo documental de Jakob Kneser sobre el tráfico ilegal de animales que he encontrado reproducido en Youtube. Está en inglés. Si alguien lo encuentra en castellano o se entera de cuándo lo va a emitir alguna televisión española, por favor que avise.
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